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¿Crisis política o de valores?

13 octubre, 2020 by Marisol Suárez Deja un comentario

Estas últimas semanas hemos visto un escenario político accidentado y con muchas actuaciones que nos deben llamar a la reflexión en diferentes aspectos. Fuera de los hechos que han sido expuestos públicamente en diferentes medios de comunicación, y que aún son materia de investigación, quisiera detenerme en el papel y la responsabilidad que tenemos nosotros como ciudadanos, como líderes, y, sobre todo, como educadores que velamos por la formación de los futuros profesionales que nuestro país necesita.

¿Podemos transformar el Perú sin una cultura de valores?

La transformación exige que tanto la innovación como la exigencia se sostengan sobre una cultura de valores. Esto es algo que creemos firmemente en la UPC, y constituyen, además, nuestros pilares desde que fuimos fundados. Si los valores no están presentes en la educación de una persona, no estamos hablando entonces de una auténtica formación. Y si no estamos formando a un profesional como se debe, significa que nosotros somos los principales responsables de los problemas que aquejan a nuestra sociedad, pero preferimos hacernos los desentendidos, miramos a un costado y hacemos lo más fácil que es echarle la culpa al sistema. La historia nos ha demostrado que una sociedad sin valores, es una sociedad que está condenada a desaparecer.

Es fundamental, entonces, que las instituciones educativas, responsables de formar a los futuros ciudadanos, analicemos y cuestionemos seriamente nuestro modelo educativo en todos sus frentes. ¿Contamos con protocolos y certificaciones que aseguren que nuestro personal administrativo y docente cuentan con la capacidad moral y ética para desempeñarse en nuestra institución? ¿esto es algo que medimos constantemente todos los años o solo nos conformamos con que los colaboradores firmen un documento sobre conflicto de intereses al entrar a laborar? Sumado a esta autoevaluación, debemos tener una actitud consecuente en todos los niveles, desde la cabeza de la organización, el equipo directivo, los colaboradores, docentes, nuestros socios estratégicos, proveedores, etc. No podemos promover una cultura de valores sin predicar con el ejemplo.

Es sumamente importante cortar de raíz los actos inmorales en nuestras organizaciones, penalizándolos y comunicándolos. Los castigos deben ser realmente ejemplificadores, así sea un colaborador clave o esté en un puesto crítico de la organización. Para ello, debemos habilitar un canal de denuncias anónimo que permita proteger la identidad del denunciante y hacer una investigación exhaustiva, de preferencia con una consultora externa.

Por ejemplo, por el lado del sector educación, creo que el sistema judicial podría contribuir mucho con transparentar los antecedentes penales y judiciales de los docentes, de la misma forma en que las centrales de riesgo manejan la información financiera de los clientes y los clasifican de acuerdo a su capacidad de pago. Las instituciones educativas podríamos consultar en este plataforma durante el proceso de incorporación, y reservarnos el derecho legítimo de decidir quiénes serán las personas que van a formar a nuestros alumnos.  

Estoy segura que si trabajamos en equipo para sacar adelante este y otros mecanismos innovadores que favorezcan a una cultura de tolerancia cero frente a la corrupción y los actos inmorales, tendremos cambios significativos en poco tiempo. Solo de esta manera podremos corregir el curso de nuestra historia, asegurando una nueva generación de ciudadanos responsables, íntegros e innovadores que realmente amen y respeten a su país.

*Artículo publicado en el portal: https://marisolsuarez.com/, 18 de setiembre de 2020.

¡Qué tal cuento!

18 mayo, 2020 by Carlos Adrianzén Deja un comentario

Había una vez un país ubicado en una zona extraña del planeta llamada Latinoamérica, donde la gente amaba el atraso y a los dictadores (usualmente vocablos que se acompañan tanto como el atraso y la democracia no republicana). Si avanzáramos un poco más en este asunto descubriríamos que –por aquellos terruños– la adhesión al atraso, paradójicamente, se estructuraba sobre la creencia de ser ricos. Repetían que tenían abundantes recursos que podían rentabilizar (minerales, pescados, frutales, yacimientos históricos y turísticos, etc.). Pero no se daban cuenta de que, día a día, sus gobernantes hacían todo lo posible por hundir a las industrias asociadas a estas actividades. Sus regulaciones y las leyes resultaban frecuentemente absurdas. Eran prolífica y consistentemente dirigidas a inflar la burocracia, facilitar su corrupción y favorecer a sus mercaderes cercanos.

Desde la escuela primaria hasta las universidades, y pasando por los medios de comunicación, se les había dicho que, dado que eran ricos, lo deplorable de las infraestructuras en las que vivían, de las escuelas donde estudiaban, de los hospitales donde se atendían, de los juzgados donde litigaban y hasta de las comisarías y los cuarteles que los defendían, eran así solo por una buena razón. Había algunos de ellos que, por su habilidad o esfuerzo, florecían desigualmente. Estos empresarios eran igual o mucho más poderosos que los burócratas que elegían recurrentemente y sobre cuyos latrocinios o atropellos hacían la vista gorda. En buen español, las leyes se aplicaban discrecionalmente.

A sus habitantes –gente buenita– les habían hecho creer que su problema número uno no era la pobreza (dentro de la que sus mayorías vivían), sino la desigualdad. Y eran tan mal educados en esas deplorables escuelas que de verdad creían que su pobreza se explicaba por una desigual distribución de la riqueza. E incluso llegaban a pretender que el progreso que –década tras década– no llegaba, se lograba deprimiendo la libertad política y económica de la gente y … robando la propiedad ajena. Era lo justo, según una recua de brutales dictadores del área, de apellidos Castro, Perón o Velasco.

A pesar de todo, para ellos –los ricachones y los pobretones– la pobreza de cada día tenía una salida: el comunismo. Lo compraban en cada elección o dictadura en sus diferentes grados y matices: social-democracia, marxismo, comunismo, progresismo o mercantilismo-socialista. Y es que todos se construyen sobre la opresión a las libertades y el irrespeto a lo ajeno. Los hechos confirman que todas estas variantes amaban consistentemente el fracaso y, de consolidarse, lo aseguraban a los extremos niveles de Cuba o Venezuela. También en la desangrada Argentina de la Kirchner y en el resto de la Latinoamérica. Incluso en el Chile del Frente Amplio, la Nueva Mayoría y el opaco Piñera. Políticamente, y dejando encendidas retóricas afuera, sus gobiernos buscaron la opresión y el robo a quienes invierten, locales o foráneos. Y bueno pues, lo obtuvieron.

Recientemente –con la inesperada llegada de un virus proveniente de China (nación a la que nunca le pediremos indemnización alguna)– el totalitarismo en la región (esa ideología que implica erosionar libertades y respeto a lo ajeno) experimenta un impulso súbito e impensado. A nombre de protegernos de nosotros mismos –fuentes del contagio– y de cuidar nuestra salud, los burócratas proscriben selectiva y entusiastamente consumos, inversiones y producción. Todo discrecionalmente, aunque con influencia efectiva solo en los ámbitos donde las leyes rigen (el llamado sector formal).

En medio de esta terrorífica batahola los gobernantes de turno se inyectan la poderosa vacuna contra la persecución por corrupción burocrática. Cómo hubieran querido, todos esos presidentes y ministros, hoy presos o prófugos a lo largo de la región, que bajo sus mandatos se hubiera desarrollado la pandemia de marras. Nadie hablaría hoy de sus fechorías. Incluso, a nombre de proteger a la sociedad, gastarían y nos endeudarían sin tamices y discrecionalmente. De hecho, gracias al virus de marras se volvieron tan poderosos que podrían destruir sectores enteros, cerrándolos en cuarentenas medievales. También encerrar en sus casas a los que ellos definirían como gordos o flacos, o viejos, en gestación o heterosexuales, o religiosos o pelirrojos. Las distopías totalitarias descritas no hace mucho por Huxley u Orwell serían hoy una suerte de chancay de a medio. Todo esto con el beneplácito de medios de comunicación insolventes, fundaciones globales y agonizantes partidos de izquierda; deseosos de perpetuarse en el poder y –como grafican los casos de Villarán o Lula da Silva– acceder a millonarias coimas.

Respecto a la sociedad un día después de que se deje de hablar a cada instante del virus chino, no contaré mariposas. Me quedo con la visión de Houellebecq, quien sostiene que el mundo será el mismo… un poco peor. Aunque mis razones son algo más inerciales. Lo que se está cocinando es el desenlace previsible para un país como el nuestro. Uno que resulta parecido al de este no-cuento. Aquí los candidatos (mayormente aventureros o genocidas) resultan elegidos –justamente– porque optan por lo fácil. Por regímenes totalitarios, tan socialistas y mercantilistas como les resulta posible: proveedores por tanto de fracaso seguro y popular.

¿O acaso usted no está de acuerdo que –por la quimera de una contención social que el Gobierno ni se esfuerza presupuestalmente a aplicar- se avasalle la libertad económica de millones de peruanos independientes, asalariados e informales? ¿No se ha dado cuenta de que una cuarentena drástica es una fábrica de contagios? ¿Que no se redirigen presupuestos hoy ociosos –a lo largo de todo el sector público– hacia la Salud, Contención y Contraloría? ¿Que ya no hay lucha anticorrupción burocrática? ¿De la escala mínima con la que se ayuda a la gente en desgracia? ¿Qué se está prohibiendo producir, consumir, invertir y hasta ser empleado? ¿Que las próximas elecciones con voto virtual van a resultar extremadamente predecibles?

Sí, es muy cómodo creer que quien avasalla nuestras libertades nos está protegiendo. Russell nos recordaba que resulta, en cambio, tremendamente extenuante reflexionar en general y mucho más particularmente en casos concretos. En la semana pasada, en una de esas redes donde se escribe poquito (en aras a evitar mayores complicaciones) leía a una señorita sentenciar a quienes esbozaban alguna crítica. Poco reflexivamente repetía: quien es feliz no critica. Pero ya sabemos que en el Mundo Feliz de Huxley nadie criticaba al Gobierno.

*Artículo publicado en el Portal El Montonero en la sección Columnas, 11 de mayo de 2020.

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