La psicología del siglo XXI se debate entre conservar su herencia humanista o incorporar las investigaciones actuales acerca del funcionamiento del cerebro. ¿Qué modelo elegir para explicar la conducta? La decisión no es fácil, tal vez porque todo dilema que busca polarizar la realidad, requiera ser reformulado o decodificar cuáles son los cimientos que lo articulan.
Por un lado, sabemos que buena parte de los paradigmas sobre los cuales nació y creció la psicología, se encuentran en discusión y no son pocos los autores contemporáneos que están dispuestos a abandonarlos definitivamente.
El influyente psicólogo canadiense Steven Pinker, tal vez sea uno de los representantes más resaltantes de este enfoque cuando plantea, por ejemplo, que los contenidos morales no son producto de la historia o de los valores culturales de una época, sino procesos diseñados por la evolución genética para adaptarnos a la realidad. Según Pinker, la moral es un efecto de procesos biológicos establecidos por el orden evolutivo darwiniano: disponemos de un sentido moral por naturaleza necesario para la sobrevivencia como especie.
Sin duda, las explicaciones morales de Pinker colisionan contra los dos relatos tradicionales de la psicología: el psicoanálisis, según el cual los seres humanos debemos reprimir buena parte de nuestros deseos inconscientes para convertirnos en sujetos con deberes y responsabilidades sociales; o en el relato conductista, donde los condicionamientos aprendidos en la interacción moldean el sentido moral de la personalidad.
Por otro lado, si bien es necesario reconocer los logros imprescindibles de la ciencia en la investigación de la mente, también es cierto que los seres humanos necesitamos explicaciones psicológicas que den coherencia y sentido a nuestra vida. Nadie se conforma con una declaración de amor basada en la cantidad de serotonina que segrega la pareja al vernos, o menos aún, nadie aceptaría tolerar un acto de corrupción justificado por una consecuencia de un síndrome pre-frontal o un bullying escolar basado en una disfunción del sistema límbico. Si bien las teorías biológicas han modificado y esclarecido la forma en la cual nos definimos y comprendemos, es posible corroborar en la vida práctica que hay una necesidad humana de otorgarle valor a los hechos, fundamento a las motivaciones, y voluntad a los proyectos que realizamos, con un lenguaje que no sea exclusivamente el de la química cerebral.
¿Es posible encontrar un balance entre el idioma cerebral y el idioma psicológico para entender cómo funciona la mente en la sociedad y qué necesita una persona, una familia o una institución? ¿No se tratará solo de dos explicaciones – biológica y psicológica – que buscan entender la mente con tradiciones distintas pero con un objetivo común? Y es aquí donde la Psicología del siglo XXI mantiene su vigencia y acepta el reto de integrar las investigaciones del cerebro a su corpus de conocimiento. Admitir que la depresión o la tristeza implican una herencia genética, no priva a que se reconozca que los seres humanos necesitamos construir relatos para entender nuestras crisis y experiencias y así poder crear otros estilos de vida y nuevos propósitos para habitar el mundo.