A propósito del estreno de la película The Post, último trabajo de Steven Spielberg, reflexiono acerca del ejercicio periodístico valiente y entregado, que hace frente a las adversidades y cumple con su papel informativo.
Por: Manuel Eráusquin ([email protected])
Pensar dónde estamos parados los periodistas en estos tiempos es una interrogante no solo válida, sino también urgente. El inquietarse y discutir la dirección que va a tomar nuestro trabajo expresa las ganas de sacudirse cierto tipo de modorra y confusión. A partir de esa sensación se procura hallar mayor claridad, pero en ese trance, emerge la nostalgia: ella nos avasalla con recuerdos idealizados y expone arbitrariamente que aquellas épocas fueron las mejores. La trampa está servida.
Esas dudas nos zarandean el juicio y perdemos determinación. Y ahí, las ganas no son suficientes: la claridad de ideas traza el camino a seguir sin contramarchas. Pero claro, la vida periodística nunca ha sido sencilla. Siempre se ha necesitado remar mucho a contracorriente para poner en una primera plana una verdad, una que va a incomodar al poder de turno. Una historia de siempre; una lucha de toda la vida.
Por eso cuando se estrenó en el Perú hace un par de meses The Post: los oscuros secretos del Pentágono (2017), la última película de Steven Spielberg, y escuché los encendidos comentarios de amigos y colegas sobre el temple de los periodistas del Washington Post y The New York Times, sobrevino un leve desasosiego y dispuse de la catarsis para combatirlo. Afortunadamente alguien escuchaba y opinaba. Eso fue determinante.
La conversación apuntó desde el arranque a las figuras de Kay Graham, la dueña del Washington Post y a Ben Bradlee, el director del diario. Un tándem que merece el reconocimiento y admiración. Imposible negarlo: frenaron el avance inescrupuloso de la administración de Nixon. Un poder dispuesto a neutralizar con malas artes a cualquier contendor. No olvidar el Watergate.
Pero en ese diálogo se entendió bien acerca de un peligro: la idealización que siempre asoma, sobre todo cuando la confusión nos acosa, porque pretendemos creer que aquellos periodistas de otras épocas han tenido condiciones más favorables para oponerse a los poderes políticos y económicos: dueños más comprometidos con la verdad, directores con mayor convicción y una sociedad más afín y conectada con el quehacer periodístico. Puras justificaciones.
El problema es que esas justificaciones distraen e impiden que nos miremos a nosotros y tengamos un diagnóstico honesto sobre el papel que estamos teniendo como periodistas hoy en día: el Washington Post de los setenta, el diario de propiedad de la dama Graham que decidió publicar sobre los documentos que daban cuenta de cómo Truman, Eisenhower, Kennedy y Johnson habían mentido sobre el supuesto éxito que iban a tener en la guerra en Vietnam, vivía horas de incertidumbre financiera. Es decir, ella, fácil no la tuvo. Tampoco su director que podía ir preso también por publicar documentos secretos.
En este tipo de ejemplos, de historias, nos inflamamos de emoción todos quienes nos dedicamos al periodismo: quizás la razón se conecta a que nos sentimos un poco perdidos, que los referentes que respetábamos ya no están y los que están no tienen ni el liderazgo ni el coraje de invitar a una redacción a la rebeldía. Esa rebeldía que impulsa a salir a la calle a buscar noticias, no a quedarse sentado en la redacción y buscar en los noticieros la novedad del día. Esa rebeldía contra lo incorrecto, la que nos recuerda que nuestro deber es con la comunidad, que a partir de allí tomamos nuestras decisiones. Eso es lo que se extraña.
Y claro, se extraña a una Doris Gibson que se plantaba con absoluta tranquilidad y jerarquía frente a un insolente soldado en los tiempos de la dictadura velasquista, a su hijo Enrique Zileri que combatió el asedio del fujimontesinismo al publicar en su medio investigaciones que revelaban lo podrido que era ese régimen.
En ese recuerdo también se añoran las columnas directas, mordaces, pero con clase de Manuel d’Ornellas en el diario Expreso en los años ochenta y noventa. O también la creatividad para las portadas de Guillermo Thorndike en los tabloides: un periodista intuitivo, también escritor; aunque controversial por las decisiones periodísticas que asumía.
De esa vieja guardia que parece haberse extinguido hay dos periodistas vigentes: César Hildebrandt y Gustavo Gorriti. Ambos cultos y provistos de una pluma certera para dar en el blanco de la información y de la opinión. Eso se agradece en tiempos del caso Lava Jato.
Pero al margen de dudas y desencantos, los desafíos periodísticos de nuestra propia época existen y urge abordarlos. Buenos ejemplos hay en esta profesión: recordemos a nuestras viejas glorias. Aunque eso no es suficiente: cada uno tendrá que asumir el riesgo o no de contar la verdad que le toque afrontar. Esa es la realidad; lo demás es verso.
(Imagen tomada de https://www.linkedin.com/pulse/why-katharine-graham-american-hero-my-career-role-model-patrick/)
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