Vivimos en la sociedad de la información. La información reduce la incertidumbre al tomar decisión y el riesgo en la ejecución. Poseer información que nuestros rivales no tienen nos pone en una situación de ventaja. Aventurarse a crear o implementar una estrategia, sin haber investigado (sin contar con información previa) es lo mismo que hacer una apuesta. La información es poder.
Por: Yessica Centty
Todo esto lo hemos escuchado en múltiples ocasiones. La gran mayoría de quiénes estamos vinculados al ambiente empresarial, ya sea desde la academia o desde la práctica, compartimos mucho el tenor de estas frases. Serán pocos quienes discrepen con el sentido final de las mismas, que se resumen a lo vital que es tomar decisiones desde una base objetiva, generado en un análisis (que pretendemos exhaustivo) de cuanta información esté disponible.
Sin embargo, ¿por qué seguimos tomando decisiones sin información?
En el análisis y toma de decisiones profesionales (que descartan el desconocimiento de su importancia, la pereza y desidia, la improvisación y la impulsividad), se me ocurren al menos tres posibles razones para explicar por qué muchos ejecutivos siguen aventurándose a la toma de decisiones sin un análisis previo real. Válido es también que todas ellas en conjunto, considero dignas de probarse y cuantificarse, podríamos refinarlas:
Por (exceso de) confianza: nos basamos en nuestra experiencia o, peor aún, intuición. Considerando la cantidad y grado de variables que están fuera de nuestro control en la mayoría de decisiones que nos competen, esto es bastante arriesgado. La impericia se disfraza de pericia, y “decidimos” que buscar información que nos ayude a aclarar el panorama es poco práctico, innecesario, irrelevante, ineficiente. No lanzaría una cifra, pero deben existir más fracasos registrados por esta postura que éxitos rotundos. La suerte, sin embargo, es un factor indeterminable, y aboga en favor de quienes emprenden esta ruta.
Por los (sobre) costos: la información puede que sea inexistente como tal, o inaccesible en alguna medida. No obstante, siempre encontraremos datos y su procesamiento tendrá unos costos que confrontados con el beneficio de contar con un panorama más claro, pueden superar nuestra capacidad de afrontarlos, o ser económicamente inviables para la decisión en sí misma. Por ello, soslayamos el ejercicio de recopilación y adecuación de la data. Es un escenario posible, y excusa en una razón económica, el hecho de no emprender algún esfuerzo de búsqueda de información previa a una decisión. Aunque esto se da muchas veces en la realidad, siempre hay formas económicamente viables de reducir la brecha de desinformación, y por tanto, no justifica del todo descartar tal esfuerzo. Rescato el análisis costo-beneficio de obtener o no la información, y aunque sea arriesgado, es un riesgo calculado. Siempre seremos conscientes, ante un eventual fracaso, que pensamos a priori en reducir ese mismo riesgo y asumimos descartarlo.
Por miedo: este es el punto en el que me gustaría ahondar. ¿Qué sucede si yo como decisor sé que con una investigación previa a mi decisión, es muy probable que mi hipótesis (mi proyecto, mis objetivos planteados, mi nuevo lanzamiento, mi nuevo programa de desarrollo) palidezca ante evidencias que hoy, en ausencia de información, no se ven nítidas o reales? ¿Tendré el mismo apoyo de mis superiores, colegas y equipo a cargo, si una investigación cuantifica los riesgos y desdibuja mi posición? ¿Prefiero ser visto como un líder que asume riesgos (no cuantificados aún) o como alguien cauto y reservado – conservador en su accionar – que solo hace apuestas con cierto grado de seguridad? Muchas veces el ego y los objetivos personales de corto plazo enturbian nuestro marco decisional. Decidimos empujar grandes ideas y proyectos que creemos pueden dar réditos tanto a la organización como a nosotros como ejecutores de los mismos, a sabiendas que una adecuada cuantificación de las posibilidades y riesgos, podría hacer que quiénes depositan su confianza en nosotros, le dieran una segunda lectura al cuadro que presentamos.
Semanas atrás, cuestionaba a mis alumnos sobre la importancia de la eficiencia versus la eficacia. En el punto álgido del debate, se hizo evidente que el éxito profesional se lograba mediante altos niveles de eficacia (superación sostenida de objetivos) antes que por un eficiente uso de los recursos asignados (en extremo optimista, con cumplimiento magro de esos mismos objetivos). Personalmente, privilegio la eficacia sobre la eficiencia. La segunda es en sí misma una meta subordinada a la primera; pero también pienso que para lograr mayor eficacia, es clave un adecuado análisis que clarifique riesgos y oportunidades, y que nos aleje del fracaso.
No caigamos en la tentación de soslayar la información por miedo a que la misma eche por tierra nuestros planes y objetivos. Seamos exhaustivos en el retrato de la situación y su análisis, para que aún con multitud de variables en contra, podamos diagnosticar un camino adecuado para nuestra organización, e incluso poder decidir con solvencia qué batallas luchar. Y todavía mejor, qué batallas posponer para cuando la información nos diga que ha llegado el momento de asumir esos riesgos y vencerlos.
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