Es un error pensar que las redes son una entidad externa a los seres humanos. Están ahí: antes que nosotros. No son meras receptoras de nuestras proyecciones psicológicas sino complejas máquinas de producir sentidos. Ellas configuran el material primordial de la socialización contemporánea. Es indudable que si existe un lenguaje común – y en eso reside la globalización – es el de las redes. Moldean y construyen identidades individuales, sociales y transnacionales. Paulatinamente, han devenido en el espacio de transacción fundamental de todas las esferas de la vida humana: proyectos, entretenimiento, vínculos, trabajo y estilos de vida. No es arriesgado afirmar que buena parte de la existencia actual se justifica y se valida en ese inmenso teatro del mundo que son las redes. Y tal vez, por eso nos confrontan y nos cuestionan, porque son portadoras silenciosas de una hipótesis difícil de aceptar: la idea de que un ser humano autónomo e independiente no sea más que una ficción. Siguiendo esa línea de análisis, una película como Matrix, en poco tiempo más, podrá ser catalogada como un documental.
Todo este nuevo ecosistema fuerza al campo de la psicología a responder una multiplicidad de preguntas: ¿existe una adicción a las redes sociales? ¿Cómo controlar un sistema que por definición es ilimitado, omnipresente y que responde a reglas que exceden nuestra capacidad de racionalización? Tal vez el problema ya no sea la dependencia sino la posibilidad de diseñar nuevas formas de vida con ellas. Innovar sin temor, utilizando ese inabarcable tejido de sentido virtual que nos rodea. ¿Las redes sociales permiten mejorar los estilos de afrontamiento, la inteligencia emocional, el bienestar? Cada uno encuentra una respuesta distinta a la hora de crear su existencia. Lo cierto es que la tecnología es uno de los marcos de referencia centrales para pensar el presente de la psicología humana.
Hemos pasado de vínculos exclusivos y presenciales – cuyo modelo era la familia o el barrio o la interacción cara a cara – a otro ecosistema: los vínculos masivos, totales, públicos, hiper-relaciones con una red que no tiene número, ni lugar ni tiempo. Es una metamorfosis mayor que cualquier cuento de Kafka. Amar, desear y odiar han alcanzado, para varios autores, el estatuto de “emociones virtuales”. El problema reside en si permaneceremos en el antiguo paradigma que asocia lo “virtual” a lo “falso” y si no somos capaces de aceptar que las redes también son campos del mundo afectivo. El territorio de los vínculos adolescentes es la evidencia mayor de este cambio evolutivo. Si los hechos no se adecúan a nuestras teorías, no debemos negarlos, sino replantear cómo pensamos y qué ideas podemos elaborar desde la psicología.
Nuevos dilemas surgen en este contexto. Interrogantes que redefinen las motivaciones humanas y exigen a los psicólogos actualizar sus enfoques y perspectivas. Por ejemplo: ¿Cómo hubiera construido el psicólogo humanista Abraham Maslow su famosa pirámide de las necesidades si viviera en esta época?. La respuesta la sabremos si escuchamos con apertura a las narrativas, lenguajes e imágenes del ecosistema que nos ha tocado habitar.
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