Al igual que los organismos, los conceptos nacen, se reproducen y mueren. Solo algunos permanecen y se convierten en marcos de referencia para pensar la realidad y las vivencias de los seres humanos. Zygmunt Bauman creó uno de ellos y lo denominó “amor líquido”. ¿A qué aludía el sociólogo de origen polaco que desarrolló toda su vida intelectual en un forzoso exilio que lo condujo a la universidad de Leeds en Inglaterra? Pensaba que el mejor descriptor de los estilos vinculares en la globalización es la noción de “liquidez”, es decir, relaciones móviles, flexibles, veloces y en constante redefinición. Tal vez aquello que detectaba Bauman era una forma transitoria de comunicarnos que se ha instalado como origen y finalidad afectiva en los diferentes escenarios de nuestra época: desde las redes virtuales hasta la vida presencial.
Líquida, ligera, nómade y creativa, las formas de vida de los habitantes globales se encuentran en continuo desplazamiento, “navegando siempre”, inventándose cada día, modificando el ritual del “perfil virtual” para autodefinirse, sin anclas históricas ni tradiciones que lo sujeten, sin el “peso” o la densidad del pasado. A nivel de los lazos emocionales, la globalización se asemeja a un océano virtual donde no abundan los muelles ni dónde fijar un lugar de apoyo ni anclas para la permanencia. La vida en streaming.
La tesis del “amor líquido” se contrapone por definición al romanticismo y a la búsqueda de seguridad y permanencia que ha sido el modo de vincularnos tradicionalmente de los seres humanos. Familia, identidad nacional, creencias, todos grupos de pertenencia e identificación que proveen orientación a la existencia, parecen difuminarse, o al menos mutar, a una velocidad que pone en jaque la capacidad de adaptación de nuestra especie. ¿Cuánta “liquidez” podemos afrontar los seres humanos sin deshacernos en la fragilidad de lo efímero? No son pocos los autores que se oponen a estos patrones de relación, abogando por un “retorno” a una supuesta “autenticidad” perdida en la hiperconectividad social y económica contemporánea.
Lo cierto es que habitamos en una paradoja psicológica: se busca estabilidad pero el ecosistema líquido avanza deshilvanando los vínculos sólidos y construyendo otros modos de identidad, más disruptivos pero menos consistentes. En este punto, la Psicología como estudio de la mente en contextos sociales, necesita replantearse las nociones clásicas de la Teoría del Apego (John Bowlby) y la evidencia empírica que el ser humano requiere para existir a los otros (Daniel Stern). Solo un marco interdisciplinario, poroso y resiliente a los cambios, permitirá a los psicólogos del siglo XXI, discernir modos de intervención efectivos para leer los significados flotantes que atraviesan a las organizaciones, escuelas y espacios clínicos.
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