Hace dos semanas recordábamos, en esta columna, que la salida de esta crisis pasaba por achatar simultáneamente la curva estadística del avance local de la tasa de infección del virus de la China y de la campana de la recesión que la Contención de actividades generaba. Entonces resultaba crítico aplicar una profunda reasignación de gasto estatal desde presupuestos de los gobiernos central, regionales, municipales y empresas públicas hacia (a) la salud pública; (b) los subsidios directos a las familias, planillas y las actividades proscritas por la cuarentena; (c) los pliegos de interior y defensa asociados a la contención social; y (d) a las labores de la Contraloría General de la República. Sin hacer esto, el enemigo invisible nos pasará por encima.
Pero tengámoslo claro. La llamada contención social no es un ejercicio retórico. No bastaba con simpáticas apariciones televisivas, requería liderazgo impopular. En concreto, enfrentar a poderosos señoritos y señoritas burócratas y redirigir un enorme volumen de recursos fiscales, afortunadamente disponibles (es previsible que no se podrán usar al menos unos US$ 15,000 millones este año). Todo esto, sin elevar un solo impuesto ni quebrar lo que quedaba de la regla fiscal (colocando deuda pública carísima); ni –en dupla con el penoso Congreso de AP, Fuerza Popular, Frente Amplio, Frepap y APP– estafar a los trabajadores quebrando sus regímenes de seguro de desempleo o de ahorro previsional. Lamentablemente, en estas últimas seis semanas, la ideología y miopía prevalecieron. El Gobierno (Ejecutivo y Legislativo) fue incapaz, por las razones que deberá explicar a la historia… y a los jueces y fiscales, de redirigir el gasto en la escala requerida hacia donde se le requería con urgencia perentoria.
Hoy los peruanos observamos tiesos el fracaso meridiano de los dos achatamientos aludidos. Vemos cómo diariamente las cifras oficiales sobre las infecciones registradas saltan, mientras los servidores públicos encargados del combate al virus proveniente de la China se enfrentan la muerte en condiciones deplorables. La contención fracasa sugestivamente en todas las carreteras del país y –en ciernes– la evidencia de recesión económica les toca la puerta a millones de connacionales, familias y empresas. La cosa resulta hoy tan pero tan incierta que lo que está en juego –si no se aplica hoy una drástica reasignación de los presupuestos públicos a todo nivel– involucra dilucidar cuando rodaremos hacia cuadros de desorden y desborde social masivo.
A la fecha, las señales que nos da el desenvolvimiento de la actual administración no resultan halagadoras. De hecho, el vizcarrato luce cegado al operar: (1) sin plena libertad de prensa (medios de comunicación estructuralmente dependiente de una pauta fiscal); (2) con una con burocracia ideologizada y extremadamente dúctil (tal como el Ejecutivo, el Legislativo y el aparato judicial de estos tiempos); y lamentablemente, (3) en un entorno social donde –por severas deficiencias educativas– se da una opinión pública obsecuente y pasiva. Una mayoría que –según las encuestas del régimen– hasta la semana pasada todavía mantenía la esperanza de que este Martincito moqueguano los proteja del coronavirus o –más puerilmente– les dé alguito.
Urge reaccionar. Requerimos de un liderazgo capaz de aplicar una efectiva contención social y una reactivación económica inteligente. Un líder que dé la talla debe priorizar el gasto o despachar a los funcionarios que no se alineen a las amargas prioridades de la nación. Nada de gasoductos, ni refinerías y proyectos burocráticos soñados. A sus intereses digámosle que deberán esperar por mejores tiempos. La tarea implica desmontar todos los candados de los botines burocráticos. No puede pasar un día más donde le falten recursos a la salud pública, a los subsidios a la población y planillas; a la contención e identificación de zonas rojas, y –por supuesto– a la Contraloría.
Los funcionamientos empresariales bajo estrictas normas de defensa de la salud pública resultan la clave para una reactivación inteligente. No se requieren controles de precios, ni castigos a los ricos, ni ayudas mercantilistas. La reactivación debe iniciarse por los sectores más competitivos y capaces de asegurar el respeto por la salud de todos. El resto deberá ser subsidiado temporalmente y su liberación vendrá después. Aquí la racionalidad y no la megalomanía sanitaria deben prevalecer. Es sugestivo -y torpe- exigir médicos especializados y enfermeras a pequeñas empresas.
Pero nótese: la demagogia –tan popular entre gente desesperada– es venenosa. El avasallamiento de los recursos previsionales, los impuestos a las planillas de trabajadores calificados o el endeudamiento gubernamental a intereses implícitos elevados, resultan prácticas contraproducentes. Por más populares que luzcan a los ojos de las encuestas del régimen, implican al final más recesión.
Estimados lectores, el imperativo moral de estos días no implica mantener férreamente una cuarentena medieval, con presupuestos mediocres para salud, interior, defensa, subsidios y contraloría. El verdadero imperativo moral implica una efectiva reasignación de los presupuestos existentes para enfrentar drásticamente el coronavirus, ayudar a los que se les ha proscrito trabajar, y combatir la rampante corrupción burocrática de estos tiempos. Primero acabar con la Pandemia, luego se atenderán otras prioridades.
De no reaccionar inteligentemente hoy, el escenario para las semanas venideras, a modo de la crónica de miles de muertes anunciadas, lo veremos pronto en los hospitales, cuarteles, escuelas, ministerios y lo que es peor… en las calles.
*Artículo publicado en el Portal El Montonero en la sección Columnas, 4 de mayo de 2020.