Esta historia la escuché por primera vez cuando estudiaba en la universidad. No recuerdo cómo llegó a mis oídos ni quién es el autor. Lo único que recuerdo es que esta historia, cuando la escuché, me animó a seguir esforzándome por alcanzar mi sueño de ser profesional. Me propuse contarla cuantas veces fuese necesario para mostrar la importancia del esfuerzo y la disciplina en el día a día en la actividad en la que estuviésemos inmersos. Más adelante, como docente en la universidad, se la he contado a mis alumnos en alguna oportunidad y espero que haya calado en ellos o, por lo menos, en uno de ellos. Con esto, me doy por muy bien servido.
Había una vez, en un pequeño pueblo de la serranía peruana, un campesino que vivía con su esposa y sus tres hijos en una casita alejada de la población y rodeada de tierras que ellos mismos cultivaban. En el pequeño huerto que se encontraba en la parte posterior de la casa abundaban las lechugas, los rabanitos, las berenjenas, los ajíes y los zapallos. Debido a la calidad de la tierra, los zapallos y las berenjenas eran enormes y tenían, al igual que el resto de los productos, hermosos colores difícilmente reproducibles en algún lienzo. Un poco más alejados, a la derecha del huerto, estaban los árboles frutales: paltos, plátanos, papayas, limones y guanábanas. En el otro extremo, y por la cabecera, corría el río, torrentoso y bullicioso. El aire que circulaba estaba permanentemente impregnado de un perfume natural que henchía los pulmones y se clavaba directamente en el cerebro. Era un aire de campo, muy distinto al de la ciudad.
Debo confesar en este preciso instante que la narración de esta historia andaría por buen camino si no es porque he pecado al exagerar diciendo que la familia vivía en un campo que ellos mismos cultivaban, cuando en realidad el único que cultivaba el campo era el padre pues sus hijos estaban muy pequeños como para dedicarse a las labores de la tierra. Hecha la confesión, regreso a la historia.
Podríamos decir que era una familia feliz. No les faltaba nada y vivían de lo que producían en su huerto. Si necesitaban algún producto que ellos no producían, intercambiaban sus productos con los vecinos. Por otro lado, mientras el papá estaba en el campo, la mamá se dedicaba a los quehaceres del hogar y al cuidado de sus hijos.
Así fueron pasando los años. Los chicos crecieron y el papá y la mamá se hacían cada vez más viejos. Lamentablemente, muchas veces los chicos siguen siendo chicos ante los ojos de los papás y los protagonistas de esta historia no escapan a ello. Los hijos ya habían crecido y eran unos jóvenes que nunca habían cultivado la tierra. Sin embargo, los papás los seguían viendo como chicos.
Fueron pasando los años y al papá, ya viejo, no le alcanzaban las fuerzas para continuar, como lo venía haciendo, con el cultivo de la tierra y, por otro lado, los hijos no querían ayudarlo. No papá, le decían, encárgate tú solo. Poco a poco, lo que antes era un campo verde, empezó a secarse y las plantas ya no crecían. Muy pronto, el otrora abundante huertito parecía un campo abandonado. Los hijos nunca se ofrecieron a trabajar el campo pues no les interesaba. Nunca se ofrecieron para ayudar a su padre.
Presintiendo que ya se acercaba el fin de sus días, postrado en su cama, mandó llamar a sus hijos para decirles que ya las fuerzas lo abandonaban y que sentía que muy pronto partiría. Les pidió que cuidasen de su madre y en un tono de complicidad les contó que había enterrado un gran tesoro en alguna parte del huerto que en ese momento no recordaba. Dicho esto, el padre expiró. Los hijos lo lloraron y luego de las típicas fiestas de la serranía peruana, previas al funeral, lo enterraron en un sitio especial del huerto. Luego del entierro, los hijos se quedaron hasta altas horas de la noche conversando en relación con el tesoro que su padre les había comentado. Incluso, ya habían decidido qué hacer con el dinero y cómo se lo repartirían y en qué lo gastarían. Se organizaron de manera muy especial de modo que no se les escape ningún detalle. Discutieron algunas ideas más y, finalmente, decidieron empezar la búsqueda del tesoro, muy temprano, al día siguiente.
Y así fue. Muy temprano por la mañana, luego de un buen desayuno, los tres hermanos se levantaron provistos de picos, lampas y todas las herramientas necesarias dispuestos a remover la tierra de todo el huerto con la finalidad de encontrar el tesoro. Debido a la extensión del huerto, esta operación les tomó una semana completa. Se levantaban muy temprano y removían la tierra hasta el mediodía, hora en que tomaban su almuerzo y aprovechaban para descansar un poco. Una vez recuperadas las fuerzas continuaban hasta muy avanzada la noche, momento en que terminaban la labor y se dirigían a descansar para recuperar fuerzas para el día siguiente. Todo este trabajo lo hicieron de una manera muy organizada y con mucha disciplina. Ninguno de los tres podía flaquear. El objetivo era claro: había que encontrar el tesoro que el viejo había enterrado.
Luego de una semana de intenso trajín, después de haber terminado de remover la tierra de todo el huerto, y al no haber encontrado ningún tesoro, los hermanos, desanimados, se reunieron y empezaron a dudar de las últimas palabras de su padre por haberles engañado y mentido con el cuento del tesoro enterrado. Nuestro padre se ha burlado de nosotros y nos ha engañado. No hay ningún tesoro enterrado. Seguramente no sabía lo que decía. Abandonemos estas tierras y vámonos a la ciudad.
Al día siguiente empezaron a empacar y a guardar todo. Como tenían varias pertenencias y debían dejar todo en orden esto les tomó un poco más de una semana. Cuando ya estaban terminando de empacar y embalar sus pertenencias observaron cómo el campo, que estaba completamente árido y seco desde la enfermedad del padre, se había cubierto de una sombra verde que daba paso a los almácigos de lechugas, rabanitos y berenjenas cuyas semillas el padre había sembrado poco antes de su enfermedad y que solo esperaban unas manos generosas que revolviesen toda la tierra. Adicionalmente, el aire, poco a poco, fue perfumándose nuevamente. Fue en ese instante que los hermanos se dieron cuenta de lo que su padre les había dicho. He dejado enterrado un tesoro: búsquenlo. Definitivamente el padre no se refería a un tesoro de joyas ni monedas de oro. Se refería a un tesoro producto del esfuerzo y de la disciplina puestos en el trabajo o en el estudio. Avergonzados por haber dudado de su padre empezaron a desempacar con la firme convicción de quedarse en el huerto y seguir trabajando la tierra para que siga dando sus frutos.
De esta historia se pueden desprender varios aprendizajes. Me quedo con la idea de que si queremos ver los frutos en nuestra propia vida (“nuestro huerto”) es muy importante esforzarnos y ser disciplinados en las actividades que llevamos a cabo; fuese cual fuese la actividad. Y cuando hablo de disciplina, no me refiero a una disciplina como la que se aplica en la milicia o en los estados eclesiásticos sino a una disciplina impuesta por uno mismo (autodisciplina) la cual debemos hacer prevalecer ante cualquier circunstancia.
Lamentablemente, en estos tiempos, el término “disciplina” no goza de buena fama pues está asociado a aspectos negativos y a modelos educativos de antaño que se alejaban de los afectos y del respeto al ser humano. ¿Te animas a revertir esa mala fama?