El artista consumido por su propia obra en una entrega que es puro apasionamiento. Recordaré a Paul Gauguin, quien no es solo un referente de las corrientes pictóricas modernas sino también uno de los personajes más intensos de todos los tiempos.
Por: Liliana Checa ([email protected])
Si hay en la historia del arte contemporáneo dos artistas que pueden ser considerados como mártires de su propia obra creativa, esos dos serían el holandés Vincent Van Gogh (1853-1890) y el francés Paul Gauguin (1848-1903). Ambos miembros de una tendencia que no puede ser considerada una escuela o una corriente, cuya obra se gesta entre 1880 y 1890 y que surge como reacción al impresionismo: el post-impresionismo. Se entregan a la pintura con una pasión cercana al misticismo.
Tanto Van Gogh como Gauguin viven por el arte y para el arte, sacrificando sus vidas personales para concretar sus sueños.
No es gratuito que sus destinos trágicos estuvieran estrechamente ligados y que, aún ahora, muchos años después de producida su obra, las coincidencias sigan arrojando luces sobre la vida de dos personalidades a las que podríamos considerar como la encarnación del artista entregado frenética y febrilmente a su arte y a la búsqueda apasionada e inagotable de la perfección.
Gauguin es uno de esos artífices que sacrifica su vida personal para asumir su rol de artista seriamente recién a los 35 años, dejando atrás su comodidad burguesa y su familia para perseverar tenazmente en su intento de lograr desarrollar un arte que se dirigiera “a la vida interior de los seres humanos”.
Esta búsqueda de nuevos horizontes lo lleva a apartarse de la sociedad parisina que rechaza su pintura y a emigrar a Tahiti en junio de 1891. Después de una breve estancia en Papeete, se instala en un lugar primitivo de la isla, todavía no contaminado por el colonialismo ni por la civilización. En ese mundo primigenio descubre que la obra de arte es una reflexión, una consecuencia.
Al llegar a Tahití, Gauguin tiene una idea sólida sobre los colores fuertes, el dibujo ancho y las composiciones espaciales planas, que caracterizarían su trabajo posterior y lo que le queda es desarrollar un contenido para fundamentar estas abstracciones. La Polinesia le permite explorar un universo único y privilegiado y desarrollar su teoría del color mientras adapta los mitos locales a su pintura.
Riders on The Beach (1902)
(Imagen tomada de http://www.artmuseum.cz/reprodukce2_pohled.php?dilo_id=5517)
Su búsqueda del color y de la vida primitiva lo conduce luego de un frustrado regreso a Francia, a seguir persiguiendo su utopía en Tahití para terminar su periplo en las Islas Marquesas, donde transcurren los dos últimos años de su vida, una vida que se desmorona, una libertad sexual que lo lleva a explorar la homosexualidad y a contraer sífilis y que se extingue prematuramente a los cincuenta años.
En marzo de 1897, Gauguin recibe la noticia de la muerte de su hija predilecta Aline. El testimonio de ese año, uno de los más tristes de su vida, es su cuadro más ambicioso: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos? que puede ser considerado como una síntesis de su trayectoria artística. Al terminarlo en diciembre, Gauguin intenta poner fin a su vida ingiriendo una dosis de arsénico. Viviría seis años más exorcizando sus demonios internos a través de sus colores intensos y la recreación del mundo primitivo del que quiso ser parte. Una vida intensa, apasionante, desgraciada, llena de contrariedades, que no se doblega ante la adversidad.
La grandeza de Gauguin estuvo siempre por encima de sus flaquezas y angustias y su talento tardaría mucho en ser valorado, pero hoy su pintura resulta una manera atractiva para que algún día intentemos llegar a la tierra foránea que el publicitó sin saberlo siquiera.
¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos?
(1897)
(Imagen tomada de https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Gauguin_-_D%27ou_venons-nous_Que_sommes-nous_Ou_allons-nous.jpg)